He vuelto. No sabía en que lugar podría ubicar esto que traigo y me acordé de este blog abandonado.
Esta entrada es un fragmento de un texto en construcción. Resulta tan complicado desplegar aquello de lo que quiero hablar... Cualquier comentario será bien recibido y agradecido por el trabajo que supone, ya que no es una entrada muy apropiada para el formato. Disculpas de antemano por lo caótico y el escaso desarrollo de muchas ideas.
La elusión del sentido
Al principio fue el cuerpo. Y no el Verbo, como pretenden algunos. Aunque tal vez por aquí,
acabásemos en una peregrina discusión sobre huevos y gallinas.
Palabra de Freud: al principio fue el cuerpo.
La pulsión. La pulsión es una exigencia que parte de un
órgano en busca de una satisfacción. Y para satisfacerse, requiere de alguna
intervención sobre el mundo exterior. Un ejemplo: el hambre. El estómago lanza
una señal al cerebro y este opera entre el órgano y la realidad exterior para
comandar las estrategias que le llevarán a obtener el alimento. Y satisfacer al
estómago.
En principio, hasta aquí nada nos diferencia de cualquier
animalito.
El cerebro, ante estas exigencias provenientes del cuerpo,
va a evaluar cuánto trabajo le va a requerir la realidad para satisfacer al
órgano.
Imagínense ahora, al cachorro recién nacido, absolutamente
desvalido. Que ante esa exigencia del cuerpo y, habida cuenta de su extrema
incapacidad, solo puede expresar su desesperación a través del llanto. Gran
desesperación pero, en cierto otro sentido, pequeña, ya que no tiene ninguna
historia dramática con la que alimentar el quilombo.
El ‘instinto maternal’ resuelve esta cuestión de los
primeros tiempos, procurando el alimento al cachorro. Y en estos primeros
intercambios entre la realidad, mediada principalmente con la función madre, y
el pequeño sujeto, va a empezar la constitución de cada cual.
Y hasta aquí hemos hablado de supervivencia.
Pero a partir del nacimiento, va a empezar a constituirse otra
pulsión, con la que no nacemos, pero que vendrá a responder a otro mandato
biológico que también tiene que ser intermediado por el cuerpo, la perpetuación
de la especie a través de la pulsión sexual.
Ambos grupos de pulsiones, las de supervivencia del individuo
como las de perpetuación de la especie, ponen en juego en caso extremo a la
agresividad. Mientras me acerquen la teta a la boca, todo va bien, pero si no
habrá que buscarse la vida.
La pulsión sexual en sus requerimientos, va a procurar
acercarse al otro para satisfacerse. Y aquí hay un factor que va a marcar los
diferentes destinos del humano con el animal. El animal va a dar lugar a la
constitución de su pulsión sexual de forma paralela a la constitución de su
autonomía, de manera que, cuando emerja la pulsión sexual, el animal estará en
condiciones de satisfacerla en la realidad.
Para nosotros, la cosa es más lenta en lo que tiene que ver
con la autonomía. Mucho más lenta. Así que, durante la primera infancia, se va
a conjugar la emergencia de la sexualidad, con una autonomía prácticamente nula.
¿Y cómo se juega esto? Al niño se le va a exigir que renuncie a satisfacer sus
pulsiones. Las exigencias sexuales van a quedar marginadas, y desde luego: ni
con papá, ni con mamá, ni con los hermanitos, ni con… etc. ¡Que no me entere
yo!
En cuanto a la agresividad, corre más o menos la misma
suerte, aunque puede tener curso si no se dirige directamente contra los
miembros de la propia familia: puedes destrozar los juguetes, hacer un agujero
en la pared con la uña, etc. Y aquí es dónde entra en juego la mirada del
adulto sobre estas conductas y cuáles son los límites que se establecen.
Resumiendo mucho se puede decir que el niño, al tener una
nula capacidad operativa, capta muy pronto que la satisfacción de sus demandas
va a depender de su capacidad de manipulación sobre sus padres. Y los padres,
van a tratar de que el niño aprenda a pedir las cosas… por favor, y también
transmitirle lo que se puede y lo que no se puede hacer. Y al niño solo le
quedará aceptar lo que se decida para él, para no poner en peligro su vida.
Renuncia a sus pulsiones a cambio de asegurar su supervivencia, y allí es
cuando contrae el miedo a la pérdida del amor. Es el momento en el que va a
definir su particular forma de operar en el mundo. Un equilibrio particular
entre la satisfacción de la pulsión y su forma de interactuar con la realidad
que le circunda.
Cuando la agresividad y la sexualidad se ven sometidas por
este imperio de la realidad, el humano traslada sus pulsiones sobre el mundo
exterior, para centrarse en la conquista de su autonomía. Va a devorar el
mundo: ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué?... La pulsión agresiva se va a centrar en
los objetos, ya sea destruyéndolos o bien, tratando de comprenderlos, con el
fin de dominar la realidad exterior, tener cierto control sobre la misma. En
cierto modo, sería como si lo que se sublimará fuera principalmente la
agresividad. Pero en realidad se trata de un especial equilibrio entre las dos
pulsiones.
Desde esta perspectiva psicosis y neurosis van a hablar de
dos formas de habérselas con la pulsión. El psicótico desdeña la realidad y se
sigue empeñado en satisfacerse sojuzgando la pulsión lo menos posible. En
cuanto al neurótico, disimula.
La construcción del yo se hace a costa de la represión
pulsional porque siempre se necesita comer. Siempre se está en el proceso de
conquista del otro.
Más adelante, con la pubertad, la pulsión sexual va a surgir
con brío y va a venir a desmantelar el equilibrio al que se había llegado.
El imperio del principio del placer
El ello, que sería la representación psíquica de la
exigencia pulsional, no entiende de la realidad, ni de la lógica, ni de nada
que no tenga que ver con satisfacerse. Su amo absoluto es el principio del
placer: no le vengas al estómago con razones. La realidad por su parte, va a la
suya. Y entre estas dos instancias se encuentra el yo: dos amos ciertamente
implacables. La principal inquietud del yo va a ser la seguridad. Preservarse.
Eludir los riesgos que le sugiere el ello. El principio del placer también
tiene su imperio sobre el yo, pero en el desarrollo, va a empezar a hacerse un
lugar el principio de realidad: el yo va a entender que, a menudo, va a tener
que dar un rodeo para lograr la satisfacción que le es exigida. Va a tener que
hacer un trabajo para lograr el objetivo sin ponerse en un peligro excesivo.
Pensar va a ser una cuestión de supervivencia. Y para
algunos, esta actividad va a llegar a suplantar en importancia y placer la del
goce sexual con el otro. Por menos peligrosa.
La elusión del sentido
Para muchos, todo esto que acabo de contar les sonará a
cuento. Vivimos una época en la que se trata de desposeer de sentido cualquier
palabra que no figure sancionada por alguna autoridad. La psiquiatría se ha
empeñado en poner el foco en la reacción química, electríca o magnética sobre
lo que nos acontece. No hay lugar para la subjetividad: para cada historia
particular.
Desequilibrios químicos, dicen algunos.
Sin duda Freud reconoce la importancia del factor cuantitativo
de la pulsión. De hecho, esta importancia se destaca con toda claridad en la
neurosis traumática, cuyo testimonio nos traen multitud de neurosis de guerra,
o las víctimas de grandes accidentes. Pero no le reconoce una importancia
preponderante en la constitución del sujeto. Aquí va a ser el peculiar
equilibrio que encuentra cada sujeto entre la satisfacción pulsional y los
tipos de riesgos que está dispuesto a asumir en esa conquista. Las brujas
dejaron de existir porque las quemaban. Los brujos también.
Desde Freud han sido innumerables los intentos de intervenir
directamente sobre lo pulsional, confundiendo la sublimación con lo sublime.
Así, hay una corriente que dice que los futbolistas deben evitar mantener
relaciones sexuales antes de un partido. Como si con ello fueran a asegurar el
sublime gol.
También hay normas acerca de cómo debe ser la relación del
niño con la madre en relación a la duración del
amamantamiento, cómo y cuándo debe ejercitarse el control de esfínteres,
como reaccionar frente a las rabietas o a la masturbación, etc.
Y lo que se dice pasa a un lugar segundo: me equivoqué, no
quería decir eso, lo que diga da igual, lo importante son los hechos…
Vive el presente es un mandato en cierto modo perverso.
Perverso, si en un momento dado se elude completamente lo dicho. No podemos
renunciar a lo que sabemos para actuar y no deja de ser, en el caso de llegar a
desdeñar lo sabido, idéntico a cualquier otro mandato superyoico.
Se nos invita constantemente a eludir lo real del lenguaje,
en una cultura dominada por los imperativos de la eficiencia y la rentabilidad.
Es curioso comprobar como la psiquiatría en la definición
ofrecida por Wikipedia, parece abdicar de la comprensión del sentido de los
síntomas, para preferir su intervención directa sobre los mismos. Prefiere ubicarse en el cumplimiento de un objeto social: la
atención a la demanda relacionada con el malestar psíquico, el control de las masas y su adaptación a la
realidad del sistema en el que le ha tocado vivir. Frente a tanto empeño
prosaico, las definiciones de psicología y psicoanálisis se hunden en los
procelosos mares de un romanticismo que
implica perseverar en la intelección del sentido.
El psicoanálisis parte de un fundamento biológico que le
empuja a una visión funcionalista, incapaz de renunciar a las sempiternas
preguntas: ¿Por qué? ¿Para qué?
Y es desde esta perspectiva funcionalista, desde la que va a
edificar su teoría.
La visión funcionalista
Los trastornos mentales vistos desde el psicoanálisis son
considerados como perturbaciones funcionales del aparato psíquico.
Perturbaciones funcionales entre diferentes instancias psíquicas definidas por
la teoría psicoanalítica: consciente- inconsciente y yo-ello-superyó. Instancias que se han ido constituyendo a lo
largo de la niñez más temprana de cada sujeto, estableciendo en cada cual una
forma de operar específica entre ellas. Sin ser demasiado conscientes de ello,
en cada uno de nosotros, coexisten unos personajes que no siempre son un modelo
de convivencia. Y algunos son más ruidosos que otros.
Desde esta forma de concebir la enfermedad, carece de relevancia
pensar en un excitador biológico, fisiológico, químico o magnético como
elemento patógeno. Sí que se considera la influencia de factores constitucionales,
pero actuando directamente (fármacos, tratamientos eléctricos, etc.) sobre
ellos solo se asegura el aminoramiento expresivo del síntoma y de la exigencia
de la pulsión. (ansiedad, insomnio, etc.) sin posibilidad de intervenir sobre
el núcleo de la enfermedad.
“Los neuróticos conllevan más o menos las mismas disposiciones
constitucionales que los otros seres humanos, vivencian lo mismo, las tareas
que deben tramitar no son diversas. ¿Por qué, entonces, su vida es tanto peor y
más difícil, y en ella sufren más sensaciones displacenteras, angustias y
dolores.”
La respuesta pasa en primer lugar por la consideración de la
influencia de factores cuantitativos, algunos de los cuales son los
constitucionales a los que nos acabamos de referir, a los que ofrece su
respuesta más eficaz la psiquiatría. El fármaco ofrece el alivio casi inmediato
del síntoma: reduciendo el dolor y la intensidad de las emociones, alterando la
capacidad sináptica, focalizando la atención, etc. Sus efectos secundarios son
asumidos desde el punto de vista de la relación coste-beneficio que solemos
establecer con nosotros mismos.
Siguiendo con el punto de vista cuantitativo, también
interviene eficazmente la psicología, para el desarrollo de aptitudes: habilidades
sociales y cognitivas, recursos de comunicación y relación, etc. recetas para
‘vivir mejor’ pensadas por algunos para el ‘bienestar’ de otros.
El establecimiento de protocolos encaminados a tramitar, de
la forma menos costosa posible, los síntomas de grandes masas de población, es ineludible,
al menos en primera instancia. El establecimiento de estos protocolos resulta
un asunto polémico en un campo psi, en el que no hay una estructura conceptual
que sea compartida por la comunidad que lo conforma. Se ha implantado el
diagnóstico tipificado en guías como el DSM, una categorización exhaustiva de
los diversos síndromes a través de la exploración de los síntomas y sucintas
anamnesis.
Pero los síntomas mencionados no diferencian nítidamente entre
situaciones relacionadas con avatares comunes de la vida como la pena, la
pérdida, etc.
y unos procesos claramente
neuróticos.
En la neurosis, siempre
trata de
una miseria particular,
“puntos débiles” de toda
organización normal.
Puntos débiles que solo permiten afrontar determinadas situaciones de la vida al
coste de un síntoma.
El origen de esta particular organización del psiquismo se
va a encontrar en todos los casos en la niñez del sujeto. Es en la época en la
que se constituye el yo y en la que se van a estructurar los mecanismos
mediante los cuales se abordarán la exigencia de satisfacción de la pulsión y las excitaciones del mundo
exterior. De los 0 a los 6 años.
Si durante la niñez se opta por la huida como mecanismo
predilecto para abordar situaciones angustiosas, probablemente, acabará siendo
una limitación importante para afrontar la vida adulta.
En lo relativo a las excitaciones externas, para huir puede
bastar con cerrar los ojos, taparse los oídos o salir corriendo.
En cuanto a las internas la cosa pasa de forma más
inadvertida. Más inadvertida, en parte, porque este conocimiento que aportó
Freud no es admitido en la actualidad como relevante, y por tanto no son
factores que sean tenidos en cuenta por el pensamiento “oficial” difundido por
las principales instituciones encargadas de la salud. Y más inadvertidas aún
porque un mecanismo psíquico implicado es el de la represión, que en sí misma
induce a no considerar elementos que fueron relevantes para su
instauración. Dándose incluso el hecho
de que sucumben a la amnesia todos los hechos relevantes de nuestra niñez,
quedando solo algunos rastros vívidos.
Si a esto le sumamos el hecho de que a lo largo de la niñez,
se tendrá que adquirir toda la cultura circundante, la tarea puede parecer
ingente. Se tiende a pensar la supuesta felicidad del hombre primitivo en base
a la escasa exigencia cultural a la que debía someterse. La cultura ha supuesto
la paulatina domesticación de los instintos ‘salvajes’: los modales, la forma
de hablar, las diversas maneras de intervenir sobre el cuerpo (aseo, vestido,
alimentación, sueño, etc.) hasta no dejar un resquicio sobre el que no haya
intervenido. En sus primeros años, el niño ha de asumir todos estos
requerimientos de la cultura y, simultáneamente, lograr la conformación de su
yo, y el dominio de las diferentes
exigencias pulsionales.
De estos requerimientos, la cultura ha tenido un particular
rechazo a la función sexual llegando a instaurar complejos tabús referentes al cómo,
cuándo, cuánto, dónde, y con quién.
Esta constitución del niño se va a producir en el núcleo de
la relación con la familia más próxima: padre-madre-hermanos. Hacia los seis
años, el niño habrá interiorizado quién es, si es un niño o una niña y el papel
que le corresponde dentro de esas relaciones familiares. Los avatares de esta
constitución no son sencillos: tendrá renunciar a sus progenitores,
diferenciándose de ellos, para poder constituir un yo autónomo. En un primer tiempo
el bebé no diferencia su cuerpo del de la madre. Son las sucesivas experiencias
de separación, las que irán perfilando la posibilidad de una noción del yo, en
una historia hecha de ausencias y presencias.
Y es en esta época en la que la clínica psicoanalítica va a
encontrar el origen de la neurosis.