Esta entrada es un fragmento de un texto en construcción. Resulta tan complicado desplegar aquello de lo que quiero hablar... Cualquier comentario será bien recibido y agradecido por el trabajo que supone, ya que no es una entrada muy apropiada para el formato. Disculpas de antemano por lo caótico y el escaso desarrollo de muchas ideas.
La elusión del sentido
En principio, hasta aquí nada nos diferencia de cualquier
animalito.
El cerebro, ante estas exigencias provenientes del cuerpo,
va a evaluar cuánto trabajo le va a requerir la realidad para satisfacer al
órgano.
Imagínense ahora, al cachorro recién nacido, absolutamente
desvalido. Que ante esa exigencia del cuerpo y, habida cuenta de su extrema
incapacidad, solo puede expresar su desesperación a través del llanto. Gran
desesperación pero, en cierto otro sentido, pequeña, ya que no tiene ninguna
historia dramática con la que alimentar el quilombo.
El ‘instinto maternal’ resuelve esta cuestión de los
primeros tiempos, procurando el alimento al cachorro. Y en estos primeros
intercambios entre la realidad, mediada principalmente con la función madre, y
el pequeño sujeto, va a empezar la constitución de cada cual.
Y hasta aquí hemos hablado de supervivencia.
Pero a partir del nacimiento, va a empezar a constituirse otra
pulsión, con la que no nacemos, pero que vendrá a responder a otro mandato
biológico que también tiene que ser intermediado por el cuerpo, la perpetuación
de la especie a través de la pulsión sexual.
En cuanto a la agresividad, corre más o menos la misma
suerte, aunque puede tener curso si no se dirige directamente contra los
miembros de la propia familia: puedes destrozar los juguetes, hacer un agujero
en la pared con la uña, etc. Y aquí es dónde entra en juego la mirada del
adulto sobre estas conductas y cuáles son los límites que se establecen.
Más adelante, con la pubertad, la pulsión sexual va a surgir
con brío y va a venir a desmantelar el equilibrio al que se había llegado.
El imperio del principio del placer
Pensar va a ser una cuestión de supervivencia. Y para
algunos, esta actividad va a llegar a suplantar en importancia y placer la del
goce sexual con el otro. Por menos peligrosa.
La elusión del sentido
Sin duda Freud reconoce la importancia del factor cuantitativo
de la pulsión. De hecho, esta importancia se destaca con toda claridad en la
neurosis traumática, cuyo testimonio nos traen multitud de neurosis de guerra,
o las víctimas de grandes accidentes. Pero no le reconoce una importancia
preponderante en la constitución del sujeto. Aquí va a ser el peculiar
equilibrio que encuentra cada sujeto entre la satisfacción pulsional y los
tipos de riesgos que está dispuesto a asumir en esa conquista. Las brujas
dejaron de existir porque las quemaban. Los brujos también.
Vive el presente es un mandato en cierto modo perverso.
Perverso, si en un momento dado se elude completamente lo dicho. No podemos
renunciar a lo que sabemos para actuar y no deja de ser, en el caso de llegar a
desdeñar lo sabido, idéntico a cualquier otro mandato superyoico.
El psicoanálisis parte de un fundamento biológico que le
empuja a una visión funcionalista, incapaz de renunciar a las sempiternas
preguntas: ¿Por qué? ¿Para qué?
Y es desde esta perspectiva funcionalista, desde la que va a
edificar su teoría.
La visión funcionalista
Desde esta forma de concebir la enfermedad, carece de relevancia
pensar en un excitador biológico, fisiológico, químico o magnético como
elemento patógeno. Sí que se considera la influencia de factores constitucionales,
pero actuando directamente (fármacos, tratamientos eléctricos, etc.) sobre
ellos solo se asegura el aminoramiento expresivo del síntoma y de la exigencia
de la pulsión. (ansiedad, insomnio, etc.) sin posibilidad de intervenir sobre
el núcleo de la enfermedad.
“Los neuróticos conllevan más o menos las mismas disposiciones
constitucionales que los otros seres humanos, vivencian lo mismo, las tareas
que deben tramitar no son diversas. ¿Por qué, entonces, su vida es tanto peor y
más difícil, y en ella sufren más sensaciones displacenteras, angustias y
dolores.”[1]
La respuesta pasa en primer lugar por la consideración de la
influencia de factores cuantitativos, algunos de los cuales son los
constitucionales a los que nos acabamos de referir, a los que ofrece su
respuesta más eficaz la psiquiatría. El fármaco ofrece el alivio casi inmediato
del síntoma: reduciendo el dolor y la intensidad de las emociones, alterando la
capacidad sináptica, focalizando la atención, etc. Sus efectos secundarios son
asumidos desde el punto de vista de la relación coste-beneficio que solemos
establecer con nosotros mismos.
Siguiendo con el punto de vista cuantitativo, también
interviene eficazmente la psicología, para el desarrollo de aptitudes: habilidades
sociales y cognitivas, recursos de comunicación y relación, etc. recetas para
‘vivir mejor’ pensadas por algunos para el ‘bienestar’ de otros.
El establecimiento de protocolos encaminados a tramitar, de
la forma menos costosa posible, los síntomas de grandes masas de población, es ineludible,
al menos en primera instancia. El establecimiento de estos protocolos resulta
un asunto polémico en un campo psi, en el que no hay una estructura conceptual
que sea compartida por la comunidad que lo conforma. Se ha implantado el
diagnóstico tipificado en guías como el DSM, una categorización exhaustiva de
los diversos síndromes a través de la exploración de los síntomas y sucintas
anamnesis.
Pero los síntomas mencionados no diferencian nítidamente entre
situaciones relacionadas con avatares comunes de la vida como la pena, la
pérdida, etc. y unos procesos claramente
neuróticos. En la neurosis, siempre
trata de una miseria particular, “puntos débiles” de toda
organización normal.[2]
Puntos débiles que solo permiten afrontar determinadas situaciones de la vida al
coste de un síntoma.
El origen de esta particular organización del psiquismo se
va a encontrar en todos los casos en la niñez del sujeto. Es en la época en la
que se constituye el yo y en la que se van a estructurar los mecanismos
mediante los cuales se abordarán la exigencia de satisfacción de la pulsión y las excitaciones del mundo
exterior. De los 0 a los 6 años.
Si durante la niñez se opta por la huida como mecanismo
predilecto para abordar situaciones angustiosas, probablemente, acabará siendo
una limitación importante para afrontar la vida adulta.
En lo relativo a las excitaciones externas, para huir puede
bastar con cerrar los ojos, taparse los oídos o salir corriendo.
En cuanto a las internas la cosa pasa de forma más
inadvertida. Más inadvertida, en parte, porque este conocimiento que aportó
Freud no es admitido en la actualidad como relevante, y por tanto no son
factores que sean tenidos en cuenta por el pensamiento “oficial” difundido por
las principales instituciones encargadas de la salud. Y más inadvertidas aún
porque un mecanismo psíquico implicado es el de la represión, que en sí misma
induce a no considerar elementos que fueron relevantes para su
instauración. Dándose incluso el hecho
de que sucumben a la amnesia todos los hechos relevantes de nuestra niñez,
quedando solo algunos rastros vívidos.
Si a esto le sumamos el hecho de que a lo largo de la niñez,
se tendrá que adquirir toda la cultura circundante, la tarea puede parecer
ingente. Se tiende a pensar la supuesta felicidad del hombre primitivo en base
a la escasa exigencia cultural a la que debía someterse. La cultura ha supuesto
la paulatina domesticación de los instintos ‘salvajes’: los modales, la forma
de hablar, las diversas maneras de intervenir sobre el cuerpo (aseo, vestido,
alimentación, sueño, etc.) hasta no dejar un resquicio sobre el que no haya
intervenido. En sus primeros años, el niño ha de asumir todos estos
requerimientos de la cultura y, simultáneamente, lograr la conformación de su
yo, y el dominio de las diferentes
exigencias pulsionales.
De estos requerimientos, la cultura ha tenido un particular
rechazo a la función sexual llegando a instaurar complejos tabús referentes al cómo,
cuándo, cuánto, dónde, y con quién.
Esta constitución del niño se va a producir en el núcleo de
la relación con la familia más próxima: padre-madre-hermanos. Hacia los seis
años, el niño habrá interiorizado quién es, si es un niño o una niña y el papel
que le corresponde dentro de esas relaciones familiares. Los avatares de esta
constitución no son sencillos: tendrá renunciar a sus progenitores,
diferenciándose de ellos, para poder constituir un yo autónomo. En un primer tiempo
el bebé no diferencia su cuerpo del de la madre. Son las sucesivas experiencias
de separación, las que irán perfilando la posibilidad de una noción del yo, en
una historia hecha de ausencias y presencias.
Y es en esta época en la que la clínica psicoanalítica va a
encontrar el origen de la neurosis.
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